(Tomado del blog The County Sheriff, de Joan Tubau)
1993. Buyumbura, Burundi. Parlamento de la nación. Treinta y cinco diputados aprueban que la sanidad se convierta en un derecho universal, reconocido dentro de la Constitución. Todos los parlamentarios votan favorablemente. Queda todavía un referéndum pero el sí mayoritario entre la población está ya garantizado. Asistencia sanitaria gratuita, en uno de los países más pobres de la Tierra esta era la mejor de las noticias. Los hutus, etnia predominante, salen a celebrarlo; repican tambores durante cinco largos días, festejan el inicio de la nueva Burundi.
Clausurada la farra un hutu finalmente enfermó. En Buyumbura no tenían todavía hospitales pero un médico vivía en la ciudad. Pierre Nkozizi, excelente doctor y mejor persona. En comparación a las pociones mágicas que ofrecían los brujos de la zona el doctor resultaba una brillante alternativa. Era obligatorio pagar una tarifa para acceder a sus servicios pero el gobierno había aprobado por ley esta historia de la sanidad universal, así que la situación era ahora diferente. El enfermo se presentó a las puertas del parlamento, quería un cheque para pagar el tratamiento. Un burócrata salió a recibirlo pero la respuesta no fue la esperada, resulta que el presidente había invertido el presupuesto nacional sanitario en un palacio de marfil con vistas al lago Taganica, no quedaba dinero.
Recibir tratamiento médico gratuito era un derecho inalienable que aparecía en la Constitución de Burundi, alguien se haría cargo de pagar ese cheque, pero el gobierno no respondía y el enfermo se sintió estafado. Primero organizó una acampada en el centro de la capital - "luchemos por una sanidad pública y gratuita" - decía. No tuvo demasiado éxito, los burundeses no veían del todo claro la idea de pasar una noche en una tienda de Decathlon. Indignado por el escaso apoyo popular, cortó la Ronda Colonial, una carretera construida por los belgas que conectaba las principales ciudades del sureste africano. Una mala idea, en Burundi había sólo setenta y ocho coches matriculados, nadie notificó aquella manifestación. Era necesaria una medida aún más drástica. Cacerolada popular frente al palacio presidencial, esto sí que no podía fallar. Tampoco, una noche en el calabozo y para casa; no existía correlación alguna entre el hecho de golpear una cazuela y el presupuesto gubernamental en sanidad. En el departamento de economía no tenían ni para el leasing de los elefantes presidenciales así que tampoco había dinero para médicos; d’on no n’hi ha no en raja, que decimos los catalanes [de donde no hay no puede manar]. Por más acampadas, manifestaciones o caceroladas que se hicieran, la sanidad no se podía pagar y, tristemente, nuestro amigo falleció sin que el doctor Nkozizi le visitara.
Al año siguiente el gobierno aprobó una ley que garantizaba el derecho universal a una vivienda digna. Esta vez, nadie salió a la calle a celebrarlo.